‘La Monja 2’: No supera los pecados recientes de la franquicia
El terror ha creado monstruos memorables que alimentan las pesadillas de nuestras mentes mortales. Existen aquellos que desgarran los mejores sueños hasta convertirnos en víctimas de sus insanos deseos como Freddy Krueger, otros que representan al mal puro encarnizado como Michael Myers, incluso algunos cuyas almas toman posesiones de juguetes para ejecutar sus malvados planes como Charles Lee Ray aka Chucky o uno que otro ente sobrenatural como el diablo mismo, capaz de poseer a la infante más inocente y corromperla hasta el tuétano (El Exorcista, 1973).
En la era moderna, James Wan ha creado varias de esas figuras icónicas en su filmografía de género. Desde un títere maldoso poseído por una bruja (Dead silence, 2007), pasando por el horrendo demonio detrás de la puerta roja en la franquicia de La Noche del Demonio, hasta un psicópata vengador cuya debilidad por los juegos sádicos donde puedes vivir o morir ha creado todo un legado en el torture porn (Saw: El Juego del miedo, 2004). Pero fue al desvelar los secretos de Lorraine y Ed Warren que se dio rienda suelta para crear un multiverso lleno de criaturas malvadas como Anabelle o Valak, mejor conocida como La Monja.
No cabe duda que la franquicia de El Conjuro ha probado ser exitosa con el público a pesar de su lamentable caída en desgracia desde que el productor y director no está tan involucrado ya en ella. Pero de la mano de uno de los alumnos consentidos de Wan, Michael Chaves (La Maldición de la Llorona, 2019), llega una secuela que busca reencontrar el camino para un universo expandido que perdió el rumbo y se ha convertido en un cúmulo de clichés andantes que provocan más risa que miedo en La Monja 2. Tristemente, no lo logra.
Francia, 1956. Asesinatos cruentos han estado ocurriendo alrededor y la huella del mal se expande en este territorio. Después de que un sacerdote es asesinado de manera cruel, la Iglesia recurre a los servicios de la hermana Irene (Taissa Farmiga) para averiguar qué está sucediendo. Sin embargo, la joven no sabe que el sendero de oscuridad la llevará de nuevo a enfrentarse con su antigua rival, la monja demoníaca Valak, que busca culminar lo iniciado la vez pasada. Ayudada por una novicia en busca de un milagro (Storm Reid), así como el reencuentro con un viejo amigo, la batalla entre el bien y el mal está por reanudarse.
Si algo hay que reconocer de esta secuela es que supera con creces a la antecesora, ofreciendo un inicio bastante aterrador que captura de inmediato la atención del espectador mientras hace sentir la amenaza de la monja demoníaca como algo terrible, situación que jamás se sintió en la primera parte. No cabe duda que Chaves poco a poco va aprendiendo el oficio de crear atmósferas y saber explotar por momentos los tropos patentados por la franquicia de manera eficiente. Lamentablemente, no es capaz de sostener esa intensidad y para el segundo acto comienza el festín de absurdos que deriva en un clímax involuntariamente cómico en lugar de terrorífico.
Claro que eso no es entera culpa del director, sino de los guionistas Ina Goldberg, Richard Naing y de Akela Cooper, colaboradora constante de Wan que saltó al terror con el irregular slasher Hell fest (Plotkin, 2018) para después armar con el australiano de origen malayo la cuestionable Maligno (2021) y la sorprendentemente exitosa moderna versión de Chucky, M3gan (2022). Cooper de repente opta por decisiones muy convenientes que son aceptadas, incluso justifica de buena forma la continuación del arco de Valak pero su pecado capital es caer en una repetición de los errores cometidos por la anterior entrega, sintiéndose como una calca de lo sucedido pero con tintes más ridículos y, claro, con una marcada influencia de la filmografía del padre de este universo que tiran por la borda lo bien trabajado al inicio del filme.